miércoles, 23 de marzo de 2011


"El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro"
P. Neruda

Khaos

En la mitología griega Caos o Khaos corresponde al estado primitivo de existencia del cual nacieron los primeros dioses. En griego antiguo Caos significa “vacío que ocupa un hueco”, que proviene de la expresión verbal “abrirse de par en par”.
Cuando nada existía surgió el Caos, lo cual se transformó en la premisa de todo aquello que conocemos. A partir de ello fue creándose y ordenándose el universo.
De acuerdo a la Teogonía (origen de los dioses) de Hesíodo, uno de los grandes autores de la antigüedad, Caos fue el primer dios elemental antiguo que surgió en la creación. Tras él surgieron Gea (la Tierra), Tártaro (el Infierno) y Eros (el Deseo que trae la vida).
Correspondía a la atmósfera más cercana a la tierra: aire, vapor y niebla. Por ello, significa vacío o hueco, ya que ocupaba el espacio entre el cielo y la tierra. Era madre y abuela de otras deidades del aire, como de Nix (la noche), Érebo (la oscuridad), Éter (la luz), Hemera (el día), ya que el Caos en griego era femenino. Asimismo, era una diosa del destino junto con su hija Nix y sus nietas las Moiras.
De este modo, el Caos –ese estado de desorden constante- es el comienzo de todo. Lo cual da vida a las cosas que forman el cosmos, manteniendo su esencia en ellas, a pesar de haber, conceptualmente, ordenado el universo. Según esta antigua cosmología Caos fue la primera cosa que existió y, por ende, la génesis de todo.

Mi angelical demonio

Nos miramos a los ojos durante un buen rato sin intercambiar palabras; el aleteo de nuestras pestañas se transformó en el mejor de los idiomas. Las risas y los comentarios de los compañeros de ese entonces se transformaron en la música de fondo que nos acompañó en el trascurso de las clases. Nada ni nadie hizo que dejásemos de mirarnos casi de manera obsesiva.
A partir de una conversación grupal, guiada por la profesora, nos hablamos; me transformé en su sombra y él poco a poco en mi pesadilla. Nos convertimos en grandes y fieles compañeros, gastábamos el tiempo burlándonos de los demás, conversando de cosas interesantes, comiendo barritas de manjar, fumando por doquier y rayándonos las manos como si el mundo se fuese a acabar mientras la tinta del lápiz se gastaba.
Me enamoré como si tuviera quince años, como esas niñas que aprietan la almohada en las noches evocando al príncipe azul.
Sufrí en silencio con tal de no perderlo; tuve miedo; él tenía su vida casi armada: una novia, una hija, un futuro esperanzador.
El día de su cumpleaños le escribí una carta (aún conservo el borrador) y le compré una barra de manjar (de ese que ya no como porque me hace engordar).
Lo miré con temor y le dije “te tengo un regalo, aunque no te importe”. Le pasé el papel y le pedí que una vez que lo leyera lo botara y no me hiciera ni un comentario al respecto. Él, muy obediente, leyó mis patéticas palabras, me miró, sonrío, se puso serio y al rato aquel papel dejó de existir.
Como es de imaginar, no pasaron muchos días y sí hablamos del tema. Fue extraño, pero desde entonces cada vez que lo veo, lo leo o lo huelo siento mariposas en el estómago (de esas que sólo siente una niña de quince). Me dijo tantas cosas que debo confesar que por la emoción del momento me acuerdo sólo de lo peor, “no puedo... pero no dejemos de ser amigos, por favor”.
Entendí. Seguí siendo la gran y fiel compañera, hasta que un día después de clases caminamos juntos hacia el metro. Nos sentamos en una escalera y en nombre de lo prohibido nos besamos. Recuerdo que era invierno, mas sin lugar a dudas ese momento hizo que mi vida se convirtiera en primavera por un instante.
Pasó el tiempo y cada vez que teníamos la oportunidad nos fundíamos en un beso. Siempre todo fue muy pasional, casi animal.
No recuerdo el por qué con claridad, pero un día dejamos de hablarnos. Ahí empezó la real pesadilla. Me dejó de mirar, de rayar la mano y nunca más compartimos una barrita de manjar (hoy, siendo más fría y burguesa, como diría él, confieso que eso fue lo único grato de aquel tiempo; me agrada no comer manjar).
Faltaban algunos meses para salir de vacaciones y yo ya no quería ir a la Universidad; me hacía daño saber que él estaría ahí, me provocaba angustia su presencia y esa indiferencia tan cruel y malvada.
Verano al fin, ya no lo vería por un buen tiempo. Pero llegó marzo y todo comenzó otra vez. Me encontraba en el peor momento de mi tristeza, no lograba olvidarlo; lo odié y lo amé con locura; le desee la muerte, estuve dispuesta a aprender a rezar y a hacer una manda de esas que hacen los devotos a algún santo milagroso con tal de no volver a verlo. No lo hice, tal vez por falta de tiempo, sin embargo, él desapareció. Dejó de ir a clases.
Lo comencé a extrañar; al mismo tiempo ya me sentía más aliviada. Me obligué a enamorarme de otros hombres con tal de sacarlo de mi cabeza, no pude. Él fue, es y tal vez será el único capaz de hacerle el amor a mi cerebro, sin tocarme.
Ya era fin de año, yo tenía un pololo medio loco al que le faltaba litio, y una tarde (que recuerdo con lujo de detalles), suena el teléfono, “¿Nataly?”. Era mi angelical demonio; hablamos largo rato y decidimos vernos.
Hacía calor, nos tomamos una cervezas, conversamos de lo que nos pasó; me contó que ya no estaba con su novia. Me propuso seguir bebiendo, pero en su casa, sin pensarlo dos veces acepté.
Esa noche nos quedamos juntos (no pasó nada de lo que te imaginas). A los días terminé con novio (el pobre acabó encerrado en una clínica psiquiátrica pintando mariposas de yeso).
Era enero y yo la niña más feliz del mundo, comencé una relación con él. Fue extremo; nuestros encuentros giraban en torno a cervezas, cigarros y una cuota importante de pasión. Duramos sólo dos semanas y todo terminó de la peor manera: ebrios en el Barrio Brasil, con gritos, escándalos y mi pie sangrando (yo con chalas y él con bototos), mi brazo adolorido (al otro día y durante semanas morado, muy morado).
Desapareció otra vez, quise creer que para siempre... pero no fue así...