jueves, 23 de junio de 2011

Paréntesis








Fumo



Fumo en nombre del silencio y del ruido
Fumo en medio del todo y de la nada
Fumo sin pensar en que fumo
Fumo cada vez que no quiero fumar
Fumo para seguir fumando
Fumo para intoxicar mi pieza de humo
Fumo mientras me pierdo y fumo para no perderme
Cuando me pierdo fumo para seguir perdida
Fumo para volver
Vuelvo
Fumo
Me pierdo
Fumo para no volver
Me intoxico... fumo!

Sin memoria

“Nos hemos servido del óleo para la pintura, del castellano para la literatura y de la guitarra para la música. Sucede que somos arrastrados por una corriente de seis mil años de cultura, enriquecida por otras, que han hecho posible que asistamos hoy a lo que se considera un nuevo Renacimiento”. Oswaldo Guayasamín. Querámoslo o no, somos en la medida que nos servimos de otros y en cuanto pertenecemos a un espacio determinado; lugar común que compartimos desde que, inconsciente en primera instancia y concientemente luego, interactuamos con nuestro entorno. Sí, puesto que el ser humano, por el mero hecho de pertenecer a esa categoría es una realidad social, ya que no se lo puede concebir de manera aislada, simplemente, porque es parte y fruto de una relación colectiva. De tal manera que aunque hoy más que nunca, estemos insertos e invadidos por un individualismo increíblemente extremo que muchas veces sobrepasa y atropella la dignidad y la libertad de otros, es preciso no olvidar que “el hombre aislado o es un bruto o es un Dios”, como bien dijo Aristóteles, o sea algo menos o algo más que aquello, pero hombre, sin duda no.
Somos hijos de una historia cuyos protagonistas han sido individuos, hombres y mujeres, que se han agrupado y organizado, a veces en pro y otras en contra, de intéreses, creencias, propósitos e ideales comunes. Por lo tanto, somos la consecuencia de respuestas y desarrollos de una cultura determinada, y también los padres y las madres de la propagación de esos mismos fines, costumbres y conductas, pues otra de las características inherentes del ser humano es la capacidad de traspasar y transmitir sus aprendizajes a las nuevas generaciones, por lo cual perfectamente podríamos decir que somos “portadores de cultura”.
Somos transmisores de nuestro estilo y manera de vivir, de nuestras técnicas, creencias, valores, visión de mundo, forma de responder a los desafíos y a las necesidades sociales, como una identidad adquirida y aprehendida con ansias de reproducción. Porque al fin de cuentas, traspasar nuestros conocimientos y tradiciones es una manera de mantener vivas las raíces, los orígenes...
Tal vez, el problema de los hombres y mujeres de hoy, radica en la poca conciencia histórica que tenemos en relación a nuestra herencia cultural, lo que se traduce en la falta de interés por recuperar la identidad y la esencia de la cual nacimos. Muchas veces renegamos de nuestro génesis, nos cegamos, o bien, nos han cubierto los ojos con un tupido velo negro con el objeto de olvidar y enterrar nuestra verdadera identidad; identidad indígena, que en vez de tornarse orgullo parece ser el peor de los insultos.
La única manera de construir un futuro más “lúcido”, justo y democrático es tomando conciencia de nuestro pasado, haciendo una remembranza y rompiendo el velo que ciega al hombre de su realidad. Y entendiendo que el hombre ha sido, es y será en tanto pertenece a una agrupación cultural.
Queda claro que “ningún hombre mira jamás el mundo con ojos prístinos. Lo ve a través de un definido equipo de costumbres e instituciones y modo de pensar”, como indicó Benedict. Debemos tener en cuenta que provenimos de un proceso de transculturación por el cual dos fuerzas culturales se enfrentaron en pugna: la occidental con la idiosincrasia nativa.
Ahora bien, la llegada de los españoles a nuestro territorio no ocurrió en un vacío cultural, como muchos creen y nos han querido hacer creer, ya que a pesar de la inexistencia de elementos tan importantes como la escritura y sistemas filosóficos imperantes, existía un profundo sentido religioso, un gran nivel técnico en cuanto a lo hidráulico, complejos idiomas y un fuerte sentido de lo estético. Por lo que, debido a la mentalidad de los indígenas y a su organizada forma de vida, no fue fácil llevar a cabo el proceso civilizador (entiéndase que la cultura es la base de la civilización).
La conquista se inició en un ambiente hostil y belicoso, donde reinó la violencia en todas sus dimensiones. Hubo tal grado de abuso que perfectamente podríamos decir que nuestro origen mestizo fue causa de aquella “empresa de hombres españoles” que se involucraban con mujeres indígenas, quienes a raíz de estos “encuentros” se convertían en madres de hijos generalmente huachos, pues la unión entre el español y la india muy ocasionalmente terminó en matrimonio. Entonces, se infiere (a pesar de lo fuerte de la afirmación) que somos hijos de la violencia, de la violación y de actos viles y zafios.
No obstante, así como el español llegó a instalarse, de forma prepotente y dominante, por cierto, también tuvo que ir aprendiendo de la cultura autóctona, como ciertas técnicas de regadío. Productos como la papa, el maíz y el tomate, entre otros, se fueron incorporando paulatinamente en la cultura europea, hasta el día de hoy. Así, queda claro que la transculturación o híbrido cultural, fue mezclando y conjugando elementos occidentales con otros populares. Sin embargo, la dinámica cultural parece que ha impuesto lo occidental por sobre lo autóctono, pues incluso en las representaciones simbólicas de la realidad tendemos a caracterizar rasgos europeizantes, aminorando nuestra imagen nacional y latinoamericana.
Esto indica que existe un fuerte (triste y casi funesto) impulso por renegar de lo que somos, de dónde venimos y, por consecuencia, hacia dónde queremos ir. Lo más infame de todo es que aparentemente hemos olvidado nuestra base cultural, distanciándonos cada vez más de la realidad que nos pertenece.
Cabe señalar que no nos sanaremos de nuestra enfermedades sociales por el mero hecho de conocer los orígenes, las costumbres y las conductas de los pueblos primitivos, por muy exhaustivos y meticulosos que seamos al estudiarlos; sin embargo, considero que aquella es la mejor manera de construir una sociedad más “sana” y donde los hombres y las mujeres nos caractericemos por poseer una real lucidez histórica y cultural; donde no escondamos nuestros apellidos ni nos dejemos violentar, burlar ni escupir por autoridad (¡racista!) alguna, en la cual no puedan comercializar nuestras costumbres ni expropiar nuestros bosques, pero sobre todo, donde no nos impongan un idioma, una historia ni una religión.
Se torna incongruente que una cultura como la nuestra se deje influenciar, persuadir y manipular por sociedades y culturas tan distintas (con esto no pretendo insinuar ni mucho menos afirmar que es inválido incorporar tradiciones o ideas ajenas a las que tenemos, pues como dice en el epígrafe de este escrito: nos hemos servido de costumbres que nos han enriquecido); no obstante, es preciso considerar que toda cultura se caracteriza por un conjunto de peculiaridades, que muchas veces es inconcebible transar, ya que ello significaría matar, sutil y paulatinamente, las raíces de los hombres y mujeres que la conforman.
Si queremos seguir sirviéndonos de otras culturas para fortalecer la nuestra es necesario saber que hay tradiciones que no se pueden enterrar, mas para ello, es fundamental salir de la amnesia y recuperar la herencia cultural que yace en la memoria colectiva de la sociedad; a lo mejor aquello serviría para no volver a cometer los mismos errores del pasado y, quizás estaríamos dispuestos a morir un poco, en nombre de todos quienes han sido víctimas de abuso, en nuestra cultural actual y también en la nativa, por causa de las constantes luchas sociales y culturales, para re-nacer en un mundo nuevo, un mundo donde sepamos que sin memoria no hay futuro...
En nombre de todos quienes esperamos y ansiamos recuperar la memoria, me autoinvito a reflexionar y a tomar conciencia de la poca conciencia, perdón por la tautología, de nuestras raíces, simplemente porque en ella están las verdaderas riquezas del pueblo latinoamericano, por lo cual debemos impedir que sigan reduciendo las culturas indígenas, tanto en número como en espacio geográfico.
Tal vez, si el pueblo Latinoamericano abriera los ojos (bien abiertos), la cultura indígena dejaría de estar en los albores de la sociedad, y la discriminación racial al fin terminaría, claro, siempre y cuando luchemos juntos por preservar nuestro rico patrimonio cultural. Ahora, sólo es asunto de luchar...

domingo, 12 de junio de 2011